La discusión fiscal ha pasado a segundo plano en estos días, en que el espectáculo legislativo del 1° de mayo, una sentencia que daba casa por cárcel a unos sospechosos de narcotráfico, y la reacción indignada de los vecinos que dijeron “aquí no entran” nos han tenido mucho más entretenidos.
Sin embargo, más temprano que tarde volveremos de nuevo los ojos a los temas fiscales, pues la situación es delicada y probablemente se deteriore gradualmente a lo largo de este año y el siguiente si, como todo parece indicarlo, la reforma tributaria propuesta por el gobierno es archivada por la Asamblea Legislativa.
Como prólogo: creo que la discusión sobre la propuesta tributaria del gobierno ha sido increíblemente pobre:
- Se ha dicho que la carga tributaria costarricense es alta para nuestro nivel de ingreso; cualquier comparación hecha con un mínimo de rigor demuestra la falsedad de este aserto.
- Se ha dicho que la reforma es regresiva, cuando lo cierto es que casi el 80% de los ingresos adicionales serían pagados por los costarricenses de más ingresos.
- Se ha dicho que la reforma tendrá un impacto negativo sobre la actividad empresarial, cuando lo cierto es que la tributación sobre las rentas empresariales no es modificada en absoluto por la propuesta del gobierno.
- Se ha dicho que el déficit fiscal se puede solucionar trasladando los superávits de las instituciones autónomas al gobierno central, cuando en realidad el monto trasladable es modesto y el traslado solo podría hacerse una vez, tras lo cual habríamos vuelto al punto de partida.
- Finalmente, se ha dicho que la reforma provocará un éxodo masivo de estudiantes de la educación privada a la pública, cuando lo cierto es que los colegios de clase media quedan exentos del impuesto al valor agregado, y los padres de los niños que van a los colegios más caros del país muy difícilmente los cambiarían a un colegio público.
En realidad, la única oposición congruente a la reforma ha sido la de quienes se oponen por principio al incremento de los ingresos fiscales, independientemente de las características técnicas de la reforma. Y si bien la idea de que una baja carga tributaria es justo lo que necesita para estimular el crecimiento económico carece de respaldo empírico y sustento teórico, es por lo menos una posición sincera y sin ambigüedades.
Pero si la discusión de los aspectos tributarios de la reforma ha sido pobre, la discusión sobre los temas relacionados con el gasto lo ha sido aún más, y poco se ha dicho que trascienda las exhortaciones a evitar el desperdicio, las consultorías, los gastos de viaje y los de representación (si se redujera el desperdicio, el gasto sería más efectivo, pero no menor; las consultorías, viajes y gastos de representación, sin discutir por ahora su mérito, representan un porcentaje insignificante del gasto público).
Por esto parece oportuno llamar la atención sobre lo que, en mi opinión, constituye el talón de Aquiles de la política fiscal: la carencia de instrumentos que permitan establecer una política salarial para el sector público en su conjunto. Pero antes, recodemos cuál fue el origen de la actual crisis fiscal (perdóneme el lector por tanto prólogo, pero hablamos de un tema complejo y casi imposible de entender si no se le ubica en contexto).
En pocas palabras, la principal causa de la apremiante situación fiscal fue el incremento de los gastos recurrentes del gobierno central, particularmente los correspondientes a programas sociales y a planilla. La crisis NO se origina en una caída precipitosa de los ingresos del sector público.
¿Y por qué aumentó tanto la planilla del gobierno central? Dos razones: nuevas contrataciones, especialmente de educadores y policías, y un fuerte aumento de los salarios de los profesionales del gobierno central, que estaban muy por debajo tanto de los pagados por las instituciones autónomas como, con diferencia mucho mayor, los pagados en la empresa privada.
A primera vista, esto parecería muy bien: el país necesita más educadores (también mejores educadores, pero ese es tema para otra conversación) y policías, y ciertamente, si el gobierno quiere reclutar y conservar buenos profesionales, tiene que ofrecerles salarios competitivos. Sin embargo, como el costo de la planilla se incrementó sin contar con nuevos ingresos, el resultado fue que un pequeño superávit fiscal se transformó en un déficit que este año rondará el 5% del PIB.
Ahora bien, como ningún gobierno puede darse el lujo de un déficit fiscal que crece año con año, el nuevo gobierno decretó un incremento salarial de solo el 2.33% para el gobierno central en su último decreto de fijación salarial, y solicitó una austeridad semejante al resto del sector público.
Como era de esperar, el “resto del sector público” está dando señales de que no acatará la solicitud del ejecutivo. La Aresep decretó un aumento del 10% para sus trabajadores mejor pagados, es decir, casi cuatro veces lo decretado por el gobierno, cuyas políticas salariales, según explicó el Regulador General, no son de acatamiento obligatorio para esa entidad.
¿Y qué es lo que cabe esperar que suceda en los próximos meses? Que otras instituciones sigan el ejemplo de la Aresep. Al fin y al cabo, el diferencial salarial que existía entre las autónomas (y el Poder Judicial) y el gobierno no era fruto de la casualidad, sino producto de una política salarial diseñada expresamente por estas últimas para poder atraer mejores profesionales. En ausencia de un instrumento que permita regular la política salarial de todo el sector público el diferencial original se reconstituirá y….volveremos al punto de partida: los Ministros constatarán que les cuesta contratar profesionales, que los que tienen se ven tentados por mejore ofertas de trabajo en otras instituciones del sector público, y el Ejecutivo se verá en la necesidad de ofrecer un nuevo incremento, para equipararse con “el resto del sector público”.
En otras palabras: aún si mañana desapareciera el déficit fiscal como resultado de la aprobación de una reforma tributaria y de una administración que cobre agresivamente los impuestos, no existe mecanismos que permitan garantizar que dentro de pocos años no se repita exactamente la misma situación que ahora estamos viviendo: una serie de aumentos salariales, seguida por un incremento del déficit y una solicitud de un nuevo incremento en la carga tributaria.
Siendo así, ¿no sería razonable pedir que la reforma tributaria fuese precedida, o por lo menos acompañada, de la creación de mecanismos legales que permitan establecer una política salarial para todo el sector público? Mientras esto no se haga, no importa cuán fuerte sea la vocación de austeridad de un gobierno, la política salarial seguirá siendo el talón de Aquiles de la política fiscal de este y de cualquier gobierno de la república.
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