viernes, 7 de octubre de 2011

La crisis de la salud pública


¿Para qué son las instituciones públicas?
Empecemos por lo obvio, pero indecible: las organizaciones públicas son herramientas al servicio de los ciudadanos.  El bienestar de esos ciudadanos - no la perpetuación de las organizaciones, ni la multiplicación de puestos de trabajo y beneficios para sus empleados- es la única justificación válida de su existencia. 

Por esto, el tema de fondo es la crisis del sistema de salud pública que atiende a los costarricenses y el objetivo que debemos proponernos es garantizar el acceso universal de los ciudadanos a los mejores servicios de salud que sea posible brindar con los recursos  - cuantiosos – que dedicamos a esta tarea.

¿Y para hacer esto hay que “salvar” la Caja?  No, si por salvarla queremos decir aportar más dinero para que siga funcionando como lo ha hecho hasta ahora.  La Caja debe ser, en todo caso, radicalmente transformada.

Separar los servicios de seguros de los servicios médicos
Como punto de partida, la Caja no es una sino varias organizaciones, sometidas a una dirección superior única, sin que se deriven ventajas claras de ello. 

En primer lugar, una empresa aseguradora que maneja un seguro de salud y otro de pensiones, sin que sea claro que estén completa y claramente separadas las cuentas de uno y otro, como debería ser. 

En segundo lugar, es una gran empresa de logística, no muy bien manejada, a juzgar por las noticias sobre el desperdicio de cientos de toneladas de medicamentos prescritos. 

En tercer lugar, un administrador de bienes raíces. 

En cuarto lugar, un proveedor de servicios médicos. 

Y en quinto lugar, un instrumento para el desembolso de algunos programas públicos de transferencia al sector privado: las pensiones del régimen no contributivo.

¿Qué se gana, aparte de gigantismo burocrático, confusión y opacidad, al mezclar todas estas operaciones?  No faltará quien me acuse que querer “destruir la Caja”, pero al menos la empresa aseguradora, una institución netamente financiera, y la proveedora de servicios médicos deberían separarse.

La institución financiera, por su parte, debería estar bajo la supervisión integral de la Superintendencia de Seguros.   Y las cuentas entre ambos seguros, nítidamente separadas.  Con esto tendríamos dos entidades todavía enormes, pero cuya buena gestión requiere de habilidades y criterios gerenciales completamente distintos.  Cada uno a especializarse en lo suyo, y hacerlo con excelencia.

Esta separación tendría una ventaja adicional: haría claro que el seguro de salud, como todo seguro, tiene un límite, por la sencilla razón de que no hay en mundo una tal cosa como un presupuesto ilimitado.  Sería así claro que la prestadora de servicios médicos tendría como límite natural y obvios para sus servicios el monto que la aseguradora le pueda reembolsar.  Esos límites tendrían que establecerse con criterios financieros, mientras que la oferta de servicios, tratamientos y medicamentos tendría que definirse con criterios de equidad e igualdad de acceso.  La ficción - ¿el delirio? – de un seguro ilimitado quedaría desterrada.

La crisis del sistema de salud pública
Establecidas estas premisas – o al menos propuestas – prestemos ahora atención a la crisis de los servicios de salud.

Que se gastó en exceso y que se hicieron proyecciones irresponsables y alegres sobre los futuros ingresos del servicio de salud está ya fuera de toda controversia.  Que los servicios están mal gestionados, que están plagados de abuso, desperdicio y conflicto de interés, tampoco admite duda.

Sin embargo, quisiera plantear que el tema medular, el agotamiento del modelo de prestación de servicios, no ha sido siquiera puesto en discusión.  Los pacientes de la Caja, que son sus dueños, no tienen voz ni voto, no tienen derechos ni poder de elección.  Los pacientes son el residuo de la ecuación, en una institución tomada por sus gremios y agredida por la corrupción, la indiferencia y, según parece, también por la incompetencia.

En los manejos financieros, las soluciones vendrán por el lado de las técnicas de gestión, los controles, el diseño institucional, la auditoria, la contratación de personal idóneo y la rendición de cuentas.

Devolver el poder a los pacientes
En el manejo de los servicios médicos, sin embargo, la solución será mucho más difícil, porque requiere arrebatarle la institución a quienes se han adueñado de ella, y devolvérsela a sus dueños: los contribuyentes.

Y esto empieza por eliminar la indefensión que surge cuando el asegurado no puede escoger ni a su médico ni a su centro de salud. Si un paciente recibe un trato indigno, incompetente y ofensivo, si espera por horas, por días o por semanas, si no lo atienden o lo atienden mal, ese asegurado puede enojarse, puede llorar, puede dirigirse a una contraloría de servicios en donde le dirán – anécdota real – que dios guarde se enoje con un médico, porque si lo hace, el médico no le va a “ayudar” – pero lo que no puede hacer es decir:  “este seguro es mío, yo pagué por él, y me lo voy a llevar donde el médico que yo quiera, el que me trate bien y me escuche, no el que me imponga una burocracia anónima a la que nada le importa, y que parece más impaciente por irse a atender su consulta privada que por curar el mal que tengo”.

La libre elección médica, inicialmente limitada a los médicos de la Caja, era una idea que ya se discutía en la Caja cuando yo era un niño y la Caja tenía convenios de cooperación con el servicio nacional de salud de Inglaterra.  Los mismos gremios que temerosos de todo control y adversos a toda transparencia han bloqueado el expediente electrónico, se encargaron de sepultarla.  Es hora de revivirla, pero esta vez sin limitaciones.  El paciente debe escoger a su médico, sin restricciones.  Y para esto, la separación del ente asegurador y de la prestación de servicios médicos, propuesta al inicio de este comentario, es indispensable.

jueves, 29 de septiembre de 2011

¿A las puertas de un nuevo bipartidismo?

El bipartidismo no es mala palabra. 
Empecemos por evitar equívocos.  Cuando un sistema político es dominado por dos grandes partidos, a los que se suman, en el margen, pequeños partidos con agendas estrechas o ubicados en los extremos del espectro político, estamos ante un sistema bipartidista.  Bipartidismo no es una mala palabra, sino un término descriptivo que suele, eso sí, ser satanizado por los partidos y organizaciones cuya agenda no es acuerpada por los partidos mayoritarios.

Bajo esta acepción, el bipartidismo no implica coincidencias ideológicas, aunque puede haberlas.  Las diferencias entre tories y laboristas eran inmensas y aún son considerables.  Entre el PSOE y el PP hay abismos, aunque Rodríguez Zapatero haya adoptado un programa económico muy conservador.  Y, con todas las decepciones que nos ha deparado Obama, hay un universo de diferencia entre el Partido Demócrata y los radicales del Tea Party.

El Pacto Chinchilla – Solis
El Pacto Chinchilla – Solís, que no debería haber tomado por sorpresa a ningún observador con un mínimo conocimiento de la historia de ambos partidos y que haya sabido mirar más allá de la encendida retórica con que a veces decide entretenernos nuestra Asamblea Legislativa, marca, sin embargo, un cambio importante en la dinámica política nacional.

La alianza inicial entre el gobierno del PLN y el ML tenía una base mucho menos sólida.  Cierto es que el Arismo y el ML coincidían en una agenda de apertura de mercados, pero, de nuevo, solo quienes por superficialidad o efecto retórico han tratado de hacer Arismo sinónimo de neoliberalismo podrían desconocer las profundas diferencias en otros campos:  don Oscar habló de la necesidad de incrementar impuestos desde la campaña electoral – algo a lo que pocos candidatos se atreven – y, si bien no logró la aprobación de una reforma tributaria en su gobierno, impulsó un crecimiento notable del gasto público, de la planilla estatal y de los salarios del sector público, todo ello en directa contraposición a las aspiraciones de un estado mínimo propias de los libertarios.

Pero si aún las bases iniciales de la alianza PLN-ML eran limitadas, es cierto además que la agenda económica de doña Laura nunca coincidió con la de don Oscar: desde la campaña electoral ella se opuso a la minería metálica, y muy pronto en el gobierno abandonó el proyecto de creación de un mercado eléctrico mayorista que le había heredado don Oscar.

Entretanto, las coincidencias de fondo entre el PLN y el PAC,  invisibilizadas en parte por la evidente animadversión personal entre líderes de ambos partidos, ofrecían una base para una alianza de mayor calado: al fin y al cabo, don Ottón Solís no se retiró del PLN renegando de la ideología de ese partido, sino convencido de que tanto en lo económico como en lo ético el PLN había traicionado sus valores y su historia.  Pero ni el Arismo ha sido nunca tan neoliberal como se le pinta, ni el PLN ha abandonado nunca sus aspiraciones en material de justicia social, ni faltan liberacionistas de ética rigurosa, aunque no coincidan con don Ottón acerca de la necesidad o el carácter superfluo de ciertos gasto.

Un reencuentro era casi inevitable, aunque, en muchos temas, persistan diferencias de fondo.

El retorno de los jefes.
No bastaba, para ese reencuentro,  una simple coincidencia en algunos temas sustantivos. 

A pesar de las ilusiones de quienes creen en liderazgos puramente colectivos o basados tan solo en ideologías y principios (nobles aspiraciones, no hay duda), lo cierto es que una negociación política compleja no puede nunca llegar a buen puerto si no hay líderes claros en cada uno de los bandos.  Y si algo nos ha puesto en evidencia el Pacto Chinchilla – Solís es que, por una parte, doña Laura, tras un inicio tambaleante, está consolidando su autoridad dentro de su partido (la neutralidad política del presidente es otra ficción dañina que deberíamos abandonar a toda prisa:  no tiene ninguna posibilidad de éxito un Presidente que no sea, al mismo tiempo, el líder de su partido) y don Ottón, tras su período de retiro académico, ha retomado el liderazgo de su partido, sin necesitar para ello de ningún cargo formal dentro de su estructura.

La negociación fue exitosa porque la dirigieron los jefes de las dos agrupaciones, imponiendo, la una, disciplina a un gabinete y una fracción que no estaban convencidos de todos los términos del acuerdo y, el otro, a las fracciones más reacias a llegar a un acuerdo con el gobierno, fuese cual fuese su posición dentro de la jerarquía partidaria o dentro de los supremos poderes.

Aunque la autoridad de un líder partidario no es nunca monolítica, y aunque siempre haya rivales al acecho, el retorno de los jefes se ha consumado.

La Alianza se desmorona
Sean cuales sean los efectos que la eventual aprobación de la reforma tributaria tenga sobre el crecimiento económico y la justicia social en nuestro país, los efectos políticos del Pacto Chinchilla – Solis son ya manifiestos.

Por la izquierda, el ex diputado Merino del Río ha publicado un artículo en el que iguala “la vía rápida” a “la mala vía”.  Por la derecha, la diputada Pérez se lamenta del voto otorgado al diputado Mendoza para su elección a la presidencia legislativa.  En un incierto…¿centro?, el diputado Fishman, una de las figuras más poderosas de la Asamblea Legislativa hasta hace pocos días, queda de pronto relegado a los márgenes parlamentarios.  El líder el ML, quien no ha sido condenado por nada, enfrenta sin embargo, investigaciones de las que parece dificil que salga del todo bien librado mientras que el PUSC, heredero de dos ex presidentes condenados por sus delitos, difícilmente tendría futuro por sí solo.

El camino parece despejado para un sistema político dominado por dos grandes partidos: el PLN y el PAC.

Las perspectivas electorales.
Todo esto cambia la dinámica electoral. 

Parece bastante claro que el PAC – que,tanto en el apoyo a una reforma tributaria que incluye impuestos a las zonas francas, renta global y renta mundial, como en la denuncia de ciertos personajes, actúa con total coherencia, con valor y con sentido de la responsabilidad – no tiene posibilidades de ganar unas elecciones a las que concurra por sí solo. 

Sin embargo, también es claro que aún si fuera derrotado, el PAC sería por mucho el partido más grande de la oposición.  Cualquier gobierno que quisiera avanzar una agenda legislativa ambiciosa tendría que repetir el peregrinaje que el ministro Herrero recién completó a Pérez Zeledón….o a la residencia de don Ottón en San Pedro.

Cierto que en política no hay heridas irreparables.  Quien lo dude, que recuerde los insultos que hace pocos días intercambiaban diputados que hoy son parte de la mayoría calificadísima que dio vía rápida a la reforma tributaria.  Aun así, las probabilidades de que se mantenga de cara al 2014 la alianza que dio a la oposición control del directorio legislativo en mayo pasado parecen cada vez más remotas.   

En lo inmediato, esto abre una clara posibilidad para que el PLN recupere el control de la Asamblea Legislativa en mayo 2012.

Y mirando hacia el 2014, la posibilidad de una tercera victoria electoral seguida del PLN parece, súbitamente, más cercana.

Doña Laura ha ganando estatura y parece haberse salido, finalmente, de la larga sombra que proyecta don Oscar Arias.  Sin embargo, el Arismo, está lejos de salir derrotado.  En algún rincón de Heredia o Guanacaste don Rodrigo Arias debe estar sonriendo.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

¿Apoyar o combatir la reforma tributaria?


Del superavit al déficit: en el transcurso de unos pocos años, Costa Rica ha pasado de una posición de superávit fiscal a una de persistente déficit de alrededor del 5% del PIB.  Para cerrar esta brecha, el gobierno propuso una reforma tributaria que pretendía recaudar alrededor de 2 puntos del PIB y recientemente llegó a un acuerdo con el principal partido de oposición para introducir 17 cambios en el proyecto original, con el propósito de hacer más progresiva la reforma (es decir, para incrementar la contribución relativa de los grupos de más altos ingresos).

Quienes se oponen a la reforma han propuesto tres argumentos para ello:

  1. Que la reforma es regresiva, especialmente por la importancia que tienen dentro de ella el impuesto al valor agregado.
  2. Que la reforma tendrá un impacto negativo sobre la actividad económica (a lo que a veces se agrega que no se deben subir impuestos en medio de una recesión económica)
  3. Que la carga tributaria en Costa Rica ya es muy alta y que lo que se requiere para reactivar la economía es más bien bajar los impuestos.
Ninguna de estas críticas tiene fundamento.  

Sobre la regresividad: al analizar los méritos de una reforma tributaria, no tiene sentido comparar la reforma propuesta contra un sistema ideal que nunca ha existido.  La comparación relevante es contra el sistema que existe en la actualidad y que la reforma pretende transformar.  Hecha esta aclaración, la reforma propuesta, aún es su texto original, el claramente progresiva: elimina exoneraciones en los impuestos al consumo que benefician, de manera desproporcionada, a los grupos de ingresos medios y altos, y grava formas de ingreso hasta ahora exentas y que en buena medida también se concentran en grupos de ingresos altos.  Esto ha sido ratificado por los estudios del Instituto de Investigaciones en Ciencias Económicas de la UCR, así que no hace falta creerle al Ministerio de Hacienda para verificarlo.  Los cambios en el proyecto tributario acordados en el pacto Chinchilla-Solís vienen a hacer aún más progresiva la reforma.

Sobre la supuestamente alta carga tributaria: cualquier comparación cuidadosa con países de ingreso semejante al de Costa Rica lleva inevitablemente a la conclusión de que a) los ingresos del gobierno central como porcentaje del PIB son relativamente bajos en Costa Rica b) la carga tributaria total, es decir, incluyendo las cargas sociales, también es relativamente baja.  En este punto, hay que tener cuidado con comparaciones engañosas: algunos países tienen ingresos por la explotación de minerales (tanto royalties como utilidades generadas por empresas estatales), en algunos casos la seguridad social es privada, Panamá tiene los ingresos del Canal.  El punto es que si la comparación se hace de manera técnicamente correcta (comparando peras con peras) el resultado es que comparativamente hablando, la carga tributaria en Costa Rica es baja.  Y ciertamente, nuestra economía no está en recesión: está creciendo a un ritmo del 4% anual.

Finalmente, carga tributaria y el crecimiento económico: la afirmación de que bajando los impuestos sube el crecimiento no tiene respaldo empírico.  Se podría hacer una lista interminable de ejemplos, pero es claro que algunos de los países con carga tributaria más baja se encuentran entre los países más pobres del mundo, y sin ninguna tendencia a salir de allí (Haití) mientras que si se estudia, por ejemplo, la historia económica de Estados Unidos es claro que los períodos de crecimiento (la post Guerra, el gobierno de Clinton, entre otros) han estado con frecuencia asociados a incrementos de los impuestos, mientras que las rebajas tributarias del los años de Bush  fueron el preludio de la gran recesión.

Descartadas estas tres críticas a la propuesta tributaria del gobierno y, ahora, del PAC, ¿debemos concluir que la reforma merece nuestro apoyo?

Los dos efectos de la reforma
Para responder a esta pregunta, es útil separar dos efectos de la reforma.  Por una parte, la reforma cambia la distribución de la carga tributaria, incrementando el porcentaje aportado por grupos de ingresos relativamente altos.  En otras palabras, tiende a hacer que el sistema tributario sea más justo (en el sentido de progresivo) y en mi opinión, desde este punto de vista, la reforma merece el apoyo de la ciudadanía (me refiero, claro, a los grandes lineamientos, pues el detalle del nuevo texto de la reforma aún no es conocido).

Por otra parte, la reforma incrementa los ingresos tributarios.  Desde este punto de vista, la respuesta es un poco más complicada.

Por supuesto que si los ciudadanos queremos ampliar la cobertura y mejorar la calidad de los servicios públicos, así como incrementar la inversión pública, tendremos que pagar por ello con mayores aportes tributarios.  Sin embargo, recordemos que, con la excepción del impuesto que se ha propuesto para financiar la seguridad ciudadana, los nuevos ingresos que generaría la reforma tributaria no tienen el propósito de financiar la expansión o mejora de los servicios públicos, sino la de reducir el déficit fiscal.  Es oportuno, entonces, recordar por qué y cómo pasamos de un pequeño superávit a un importante déficit fiscal.

La política fiscal frente a la crisis.
Empecemos por decir que la bonanza tributaria generada antes de la crisis del 2008 se usó prudentemente.  Se redujo la deuda pública y se creó un superávit, abriendo así campo para incrementar el gasto (y la deuda) si en algún momento ello llegaba a ser necesario.  Y ese momento llegó justamente con la crisis: para compensar la caída en la demanda privada, y para proteger del impacto de la crisis a los grupos de menores ingresos, el gasto público creció.  Al mismo tiempo, como consecuencia de la crisis, los ingresos disminuyeron, y el superávit se transformó en défit.

Esto es exactamente lo que había que hacer, tanto desde el punto de vista de la solidaridad con los grupos de menores ingresos, como desde el punto de vista del estímulo a la actividad económica.  En cuanto al primer punto, las investigaciones del Estado de la Nación concluyen que el gasto social contribuyó a disminuir el impacto de la crisis económica sobre los grupos de menores ingresos (en otras palabras, la pobreza hubiera sido mayor sin ese gasto) mientras que, en términos comparativos, la contracción experimentada por la economía costarricense fue pequeña y el inicio de la recuperación fue pronto.

Hasta aquí, todo parecería ir muy bien.  Si entramos en mayor detalle, vemos que desde el punto de vista social, los motores del incremento del gasto fueron las transferencias sociales condicionadas y el aumento de la cobertura y el monto de las pensiones del régimen no contributivo.  Estos son incrementos temporales, ya que conforme se reactive la economía y se reduzca la pobreza, la necesidad de transferencias condicionadas disminuye, y a lo largo del tiempo el número de personas que no contribuyeron a un fondo de pensiones tenderá a disminuir, porque la cobertura de estos sistemas ha aumentado de manera importante.

Pero hubo otro motor del gasto: el incremento del costo de la planilla del sector público, motivado por nuevas contrataciones y por un significativo aumento de los salarios de los profesionales en el sector público.  Y llegados a este punto, las cosas ya no pintan tan bien:  el incremento temporal de los gastos y el déficit para contrarrestar la caída temporal de la demanda privada es algo perfectamente razonable.  Pero aquí estamos hablando de gastos recurrentes, financiados con deuda.

Una parte de este incremento fue el resultado de una decisión del Ejecutivo: contratar más personas.  Otra fue, en buena medida, el resultado de reglas sobre las que el Ejecutivo no tiene control: un ajuste técnico del salario de un grupo reducido de funcionarios resultó, debido a un complejo conjunto de regulaciones y acuerdos que ligan los salarios de un grupo de funcionarios a los de otros grupos, en un ajuste para decenas de miles de trabajadores.

Nótese que no argumento que las nuevas contrataciones fuesen innecesarias, ni que los aumentos fuesen injustos.  Señalo simplemente que se incrementaron gastos recurrentes sin tener los ingresos tributarios necesarios para pagarlos. Y, agregaría, sin que los ciudadanos hayamos sentido un cambio significativo en la calidad de los servicios que recibimos del estado.

Una propuesta incompleta

Llegados a este punto en que creo que se justifica una crítica a la reforma propuesta por el gobierno, por incompleta. 

Nuestra normativa expresamente prohíbe financiar gasto corriente con deuda, pero esta norma ha sido ignorada repetidamente sin más consecuencia que dictámenes negativos de la Contraloría General de la República a las liquidaciones presupuestarias presentadas por el Gobierno de la República.  No hay un solo elemento en las propuestas del gobierno, hasta ahora, orientado a impedir que, en el futuro, esta normativa pueda seguir siendo ignorada impunemente.

Por otra parte, el gobierno simplemente carece de instrumentos que le permitan fijar una política salarial para el sector público en su conjunto.  Sigue siendo perfectamente posible que una resolución de un tribunal que afecte inicialmente a unos pocos trabajadores, un ajuste técnico,  una negociación en una pequeña institución autónoma  a la que nadie presta mucha atención, desate una nueva ronda de aumentos en todo el sector público, sin aportar antes el financiamiento apropiado.

En otra palabras, podríamos aprobar mañana mismo la reforma tributaria, solo para descubrir, poco tiempo después, que nuevas contrataciones y nuevos aumentos salariales se otorgan sin contar con los ingresos para pagar por ellos, ante lo cual un nuevo ministro de hacienda nos diría que el gasto ya se hizo, que es imposible echarlo atrás, y que los impuestos deben aumentar de nuevo.

Cierto es que no todas las reformas se pueden aprobar al mismo tiempo.  Pero quizá deberíamos pedir al gobierno que, junto a su propuesta tributaria, ponga en discusión propuestas que promuevan (“garanticen” sería mucho pedir) un manejo más responsable de la hacienda pública en el futuro.  En particular, resulta indispensable contar con instrumentos que permitan definir una política salarial para el sector público en su conjunto, y con normas que efectivamente impidan, salvo de manera excepcional y temporal, financiar gasto corriente mediante deuda pública.

Los incentivos del gobierno

Un último comentario.  Es perfectamente comprensible que la prioridad del gobierno sea el aumento de los ingresos.  Sin embargo, debemos ser conscientes de que una vez aprobados ingresos adicionales, el gobierno no tiene prácticamente ningún incentivo para aprobar medidas de disciplina fiscal.  Si los ciudadanos queremos un equilibrio fiscal sostenible, el momento para demandar esas medidas es ahora.

domingo, 12 de junio de 2011

¿Conocer o desconocer la riqueza de nuestro subsuelo?


Jorge Cornick, 12 de junio de 2011

Existen algunas evidencias de que Costa Rica posee importantes riquezas en su subsuelo: petróleo, gas, oro y bauxita.  Esas evidencias son suficientemente fuertes como para que varias empresas extranjeras se hayan mostrado dispuestas a invertir considerables sumas de dinero para determinar con exactitud la magnitud de los recursos extraíbles y, extraerlos, si ello resulta económicamente viable.

Sin embargo, Costa Rica decidió, se nos dice, que no quiere ni minería metálica ni exploración petrolera ni extracción de gas y con ello se da la discusión por cerrada.  “Ese puente ya lo pasamos”.

Cabe, a pesar de ello, reabrir la discusión.  Ni siquiera en teología se cierra por siempre ninguna discusión, menos aún en materias de política.  Costa Rica bien puede cambiar de opinión.  Pero veamos los argumentos que sustentan la posición actual.

Según he entendido la discusión, hay dos argumentos en contra de la minería metálica y la exploración petrolera. 

El primero es de tipo económico: Costa Rica ha optado por un modelo económico basado en el conocimiento y la protección ambiental, no en las industrias extractivas, que por definición no son sostenibles – el recurso se agota - .  Además, la era del petróleo está llegando a su fin, y Costa Rica debe apostar a la economía del futuro, no la del pasado. Un sub argumento añade: la imagen del país como destino eco turístico es incompatible con el desarrollo de las industrias extractivas y preferimos ecoturismo a minería y extracción petrolera.

El segundo, ligado al primero pero con un énfasis distinto, es de tipo ecológico: Costa Rica ha optado por ser un modelo de conservación ambiental y por llegar a ser uno de los primeros países carbono neutrales del mundo.  Esto es, se argumenta, incompatible con las industrias extractivas.

Quisiera, en lo que sigue, argumentar que ni del objetivo de constituirnos en una economía cuyo motor es el conocimiento, ni del objetivo de convertirnos en un país modelo por sus prácticas ambientales se sigue, inevitablemente, la proscripción de las industrias extractivas.  Lo que se sigue de estos dos objetivos es una serie de reglas sobre el desarrollo de la actividad económica, que aplican a todas las ramas de actividad económica.  Es decir, de estos dos objetivos se sigue una determinada forma de hacer las cosas, no una lista de cosas qué hacer y cosas que no hacer.

Un ejemplo permite ilustrar el punto.

Supongamos que debajo del Museo de Oro del Banco Central hubiese un yacimiento de oro de tal riqueza que bastaría con explotarlo para financiar y garantizar la conservación y protección de los parques nacionales para toda la eternidad, incluyendo los parques marinos.  Aceptemos que  no existen bosques primarios en los alrededores de la Plaza de la Cultura, ni nacientes de ríos, y permítanme suponer (porque no lo sé a ciencia cierta) para efectos del argumento, que no existe un acuífero importante debajo de la plaza de la cultura.

Supongamos, además, que existe un instrumento que garantiza que la riqueza de ese yacimiento se utilizará, en efecto, para financiar, proteger y conservar, para toda la eternidad, nuestros parques nacionales.

La decisión de explotar  o no el yacimiento, entonces, sería equivalente a la decisión de preservar la integridad de las maltrechas lozas de la Plaza de la Democracia, o salvar Osa?  Ante esa disyuntiva, ¿cuál debería ser nuestra decisión?

Una posible respuesta consistiría en decir que aún en esas circunstancias, un país verde no debe permitir la minería.  Ante tal respuesta irreductible, confieso que tendría que rendirme.  Si preservar las lozas maltrechas de la Plaza de la Cultura es ambientalmente preferible a salvar Osa, yo no sabría qué decir.

Sin embargo, una respuesta alternativa consistiría en decir que si tuviéramos oro en ese lugar y en esas condiciones y para esos fines, valdría la pena extraerlo.

Con esto, habríamos pasado de una oposición casi teológica, a una posición pragmática:  la explotación de los recursos del subsuelo depende de las características del sitio en que se encuentre, de las condiciones en que se de la explotación, y de la forma en que se administre y los usos que se de a la riqueza generada por ella.

A este razonamiento habría que añadirle dos cotas.

La primera es que no puede tomarse una decisión informada sobre estos temas, a menos que conozcamos la riqueza del subsuelo.  Aún aceptando que fuese prudente una mora en la explotación de petróleo, gas y minerales, convendría conocer qué tenemos.  Un inventario de nuestra riqueza mineral debería emprenderse de inmediato.

La segunda es que, en casi todas mis conversaciones, me he encontrado que aún quienes llegan a aceptar que, en ciertas condiciones ideales, podríamos explotar al menos una parte de nuestra riqueza mineral, están convencidos de que esas condiciones ideales no se darán en Costa Rica, sino que aquí las compañías ambientalmente depredadoras actuarían sin control, que el sector público – por falta de pericia, por falta de recursos o por abundancia de corrupción – cedería ante intereses particulares en vez de proteger los intereses generales, y que, al final de proceso, tendríamos tierras devastadas, acuíferos contaminados, bosques desaparecidos, inversionistas extranjeros con los bolsillos reventando de dinero, y ningún beneficio duradero para los costarricenses.

Esta última línea de argumentación no carece de fundamento.  No solo es generalizada la desconfianza en el sector público, sino que en muchos casos está justificada.  Quien ha pasado por la tortura de trámites municipales o migratorios, quien ha intentado obtener un permiso de construcción, quien se pasea por calles cuyo deterioro empieza días después del último bacheo, quien ha pasado por la frustración de denunciar un delito ante la policía, quien constata que el Ministerio de Salud ordena el cierre de quirófanos de la Caja Costarricenses del Seguro Social….es decir, cualquier costarricense, tiene razones de sobra para dudar que el sector público costarricense puede hacer sus tareas bien, en tiempo, y con honradez.

Pero si este es el tema de fondo, la falta de confianza, en el sector público, entre actores políticos, entre la sociedad y sus representantes, entre inversionistas y las comunidades en donde operan, entre organizaciones gremiales, entonces enfrentamos un dilema clarísimo:  aceptar la parálisis y el empobrecimiento que constituye su resultado inevitable (“no hagamos nada, porque si lo hacemos se hará mal”) o iniciar el arduo camino de reconstituir la confianza.  Pero ese, es tema para otra columna.

lunes, 30 de mayo de 2011

Verdades sin malicia

 Mauricio Herrera Ulloa
Periodista
El proyecto de la Ley de Libertad de Expresión tiene una década de navegar en la corriente parlamentaria costarricense y en varias ocasiones ha estado a punto de naufragar en el archivo de la Asamblea Legislativa. Hoy tiene una nueva oportunidad de ser aprobada. Esta iniciativa pretende, entre otras transformaciones, que manifestaciones presuntamente injuriosas, calumniosas o difamatorias solo puedan ser sancionadas cuando hayan sido hechas con “temerario desprecio a la verdad o en conocimiento de su falsedad”.  Tal reforma al Código Penal implicaría la adopción de la llamada doctrina de la real malicia en el ordenamiento jurídico interno, pondría al día la legislación nacional con la jurisprudencia y doctrina del sistema interamericano de protección de los derechos humanos, y significaría un importante avance para la defensa de la libertad de expresión y el fortalecimiento del debate público libre y vigoroso, esencial para la democracia.

La doctrina de la real malicia se ha desarrollado y aplicado mediante leyes o sentencias en las democracias más avanzadas del  mundo, desde que en 1964 la Corte Suprema de los Estados Unidos sentenció, en el caso Sullivan vs. New York Times, que no era procedente sancionar al periódico por las imprecisiones que contenía un campo pagado que cuestionaba actuaciones policiales en Montgomery, Alabama, en el contexto de la lucha contra la segregación racial. Según la Corte Suprema de Estados Unidos,  las garantías constitucionales prohíben que un servidor público reclame una indemnización por los daños causados por una falsedad difamatoria relacionada con su conducta oficial, a menos que demuestre que esa afirmación fue hecha con  conocimiento de la falsedad o con temerario menosprecio por conocer la verdad. En el fallo, los jueces explicaron que “las afirmaciones erróneas son inevitables en el debate público y estas deben ser protegidas si se quiere que la libertad de expresión tenga el necesario espacio de respiro  que necesita para sobrevivir”. Lentamente, la doctrina de la real malicia ha comenzado a ser aplicada en América Latina desde finales del siglo XX mediante avances jurisprudenciales o legislativos, en Argentina, Uruguay, México y El Salvador.

En Costa Rica, hasta ahora sigue siendo necesario que el acusado por un delito contra el honor demuestre en juicio la verdad de sus afirmaciones como condición para no ser condenado, y que el acusador establezca que la conducta del querellado está tipificada en el Código Penal, es contraria al ordenamiento jurídico y  fue cometida a sabiendas del daño que podía causar.  Además, una reforma del artículo 46 de la Constitución Política —aprobada en 1996 para proteger a los consumidores y exigir veracidad en las etiquetas de productos comerciales y alimenticios— ha sido interpretada por nuestros tribunales como una exigencia de veracidad en la información periodística. Entonces ¿Por qué es importante reformar el Código Penal para incorporar la doctrina de la real malicia en los criterios para juzgar los delitos contra el honor? ¿Qué ganaría la sociedad costarricense con tal transformación?

La discusión de los asuntos públicos en una democracia requiere que haya la mayor cantidad de voces y puntos de vista diversos para mantener un constante ejercicio de frenos, contrapesos y controles ciudadanos sobre los detentadores de poder, de tal manera que posibles abusos, excesos o malas prácticas puedan ser detectados, sancionados y corregidos en beneficio de toda la sociedad.  Para que esa imprescindible y necesaria polifonía exista es necesario que  haya la mayor libertad y espacio posible para las críticas y observaciones de la ciudadanía acerca del desempeño de quienes  administran recursos públicos o toman decisiones que incumben o afectan a la colectividad.  A su vez, para que el examen permanente de los asuntos públicos ocurra de manera  permanente, vigorosa  y desinhibida  es esencial que quienes intervengan  en el debate no se sientan cohibidos por la posibilidad de enfrentar sanciones penales o multas desproporcionadas en caso de que incurran en errores o imprecisiones factuales.

¿Quién dice qué es verdad y con qué criterios la establece?

Los periodistas,  y en general cualquier ciudadano que intervenga en la discusión pública,  tienen la obligación ética, como un deber autoimpuesto, de expresarse con la verdad y de buscar la verdad con sinceridad en aras de participar de manera constructiva en el examen de asuntos que conciernen a la colectividad, en el entendido de que  la mentira o la irresponsabilidad en las manifestaciones no solo degradan el diálogo social sino que deberían ser desterradas del foro de debate.

Sin embargo, ante el condicionamiento legal de veracidad en la información siempre subsiste la incertidumbre de quién determina qué es verdadero y bajo qué criterios lo hace. La complejidad de múltiples temas, la celeridad del ritmo informativo de los medios de comunicación, las dificultades de acceso a información oportuna e incluso la negativa a proporcionar información, por parte de las personas u organizaciones aludidas en una información, pueden generar situaciones en las cuales una persona difunda información imprecisa o errónea,  a pesar de haber hecho un esfuerzo por buscar la verdad y  creyendo en la veracidad de lo que afirma. También es posible que la modificación de los criterios para valorar la verdad de un hecho por parte de un juzgador haga ver la divulgación responsable de denuncias de interés público como hechos falsos o imprecisos, o  que tras una investigación concienzuda  — y una publicación que revela los contenidos de esa investigación — el acusador  amplifique o modifique el cuadro fáctico de una situación reportada, para presentar como incompleto o negligente el ámbito de delimitación de la investigación inicial y hacer lucir la verdad reportada como diferente a la verdad real. A estos riesgos se suma la eventualidad de que teniendo las pruebas para demostrar la verdad de un hecho divulgado, el juzgador rechace tales pruebas y haga imposible la defensa del acusado;  o que tras una publicación sean revelados hechos desconocidos durante la investigación que transforman aquello que era considerado verdadero al momento de publicar. Suele ocurrir, igualmente,  que un periodista sintetice declaraciones, documentos, procesos, o la cronología de hechos con el fin de hacer factible una publicación, pero un acusador puede alegar que cualquiera de esos elementos de la realidad dejados por fuera del discurso periodístico era esencial para hacer un reporte veraz. Otra circunstancia usual es que el demandante extraiga de una información periodística fragmentos que considera lesivos a su honor y los presente descontextualizados, sin tomar en cuenta aspectos de la información que le son favorables o equilibran lo informado. Es decir, el condicionamiento de veracidad en el debate público hace factibles múltiples escenarios en los que cualquier ciudadano, no solo los periodistas, corre un riesgo real de ser criminalizado en caso de intervenir de buena fe en la discusión y examen de hechos de interés público,  aunque haya hecho un esfuerzo sincero por alcanzar la verdad e incluso, aunque haya dicho la verdad.  Tal realidad, sin duda,  genera temor e induce a que muchos prefieran callar antes que ser involucrados en un proceso judicial que arriesgue su tranquilidad y su patrimonio.  Como resultado, se crea un clima en el que temas de incumbencia para la colectividad podrían ser ignorados u ocultados, con el correspondiente daño a la sociedad y a la democracia.

 Los riesgos para el debate democrático de este estado de cosas, en el caso de Costa Rica, se demuestran con dos ejemplos: El 19 de septiembre de 1997 dos periodistas del periódico  La Nación publicaron que un ex ministro de Justicia, quien hacía mes y medio había  dejado su cargo, seguía teniendo asignados a su residencia tres policías, un vehículo y un chofer y que, con base en documentos oficiales explícitamente citados en la información, habría presuntas anomalías en la devolución de varias armas asignadas al entonces jerarca. Días después el periódico editorializó acerca del hecho y  cuestionó si la vigilancia en la casa del ex ministro era un privilegio. A pesar de que los datos fueron confirmados por la entonces ministra de Seguridad, Laura Chinchilla, respaldados con los documentos citados y que la publicación fue el resultado de un proceso de búsqueda de información (que incluyó el intento persistente de obtener la versión del ex ministro), el personaje aludido demandó al diario, al director Eduardo Ulibarri y a los periodistas Ronald Moya y José David Guevara. El 9 de marzo de 1998 los jueces Juan Marco Rivero Sánchez y Teresita Rodríguez Arroyo, encontraron culpables al diario y a los periodistas de haber cometido el delito de injuria por la prensa.  Entre otros razonamientos, los jueces consideraron que los periodistas estaban obligados a ser veraces  y que habían faltado a ese deber cuando publicaron que las armas estaban en la casa del ex ministro, cuando en realidad, como lo dice tal sentencia, “las armas no estaban en la casa del ministro, sino que las tenían los guardas de la caseta [en la entrada de la casa], para la custodia del ex ministro”, sutileza que de por sí también había sido detallada en la información. Una tercera jueza, Silvia Badilla Chang,  se separó del voto de mayoría y absolvió al periódico y a los reporteros de toda responsabilidad al considerar que “se limitaron a reproducir información oficial, llegada a manos de los querellados a raíz de una investigación periodística suficiente, y que dado el carácter oficial de esa información no [era] válido exigir a los querellados que le negasen credibilidad”.  Posteriormente esa sentencia fue confirmada por la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia y el periódico fue obligado a publicarla de manera íntegra, ocupando nueve páginas de la sección de información nacional, el 22 de octubre de 1999. La sentencia 111- 98 es tan singular y vergonzosa para la justicia costarricense que durante varios años estuvo expuesta en una vitrina especial del museo del periodismo en Washington D.C., (el Newseum) como un ejemplo de autoritarismo y restricción de la libertad de expresión.

Otro ejemplo es el de la sentencia del 12 de noviembre de 1999 contra el periodista Mauricio Herrera Ulloa por haber reproducido parcialmente denuncias publicadas en prestigiosos periódicos de Bélgica acerca de irregularidades que habría cometido el embajador costarricense ante la Organización de Energía Atómica, Felix Przedborski. Al anular una primera absolutoria,  la Sala Tercera de la Corte Suprema de Justicia estableció que la prueba de la verdad acerca de lo publicado no era la existencia de las publicaciones europeas sino la demostración de que era verdad lo afirmado por esos medios periodísticos. Aunque el periodista presentó pruebas que el tribunal consideró que demostrarían el fondo de lo denunciado en Europa, los jueces rechazaron los documentos al alegar que contenían un error ortográfico, por lo demás inexistente [el error se refería al hecho de que un documento del gobierno francés llamaba “costarriqueño” al diplomático y no “costarricense”]. Al no existir en Costa Rica el recurso de apelación penal sino tan solo el de casación, no existía la posibilidad de que una segunda instancia volviera a valorar esa prueba. De esa manera, los mismos magistrados que el 7 de mayo de 1999 anularon la absolutoria se encargaron de ratificar la condena el 24 de enero de 2001. El 2 de julio de 2004 la Corte Interamericana de Derechos Humanos resolvió que la sentencia de la justicia costarricense debía ser anulada debido a que los juzgadores  no aceptaron la prueba de la verdad ofrecida porque “el periodista no había probado la veracidad de los hechos que daban cuenta las publicaciones europeas; exigencia que entraña una limitación excesiva a la libertad de expresión, de manera inconsecuente con lo previsto en el artículo 13.2 de la Convención [Americana sobre Derechos Humanos]” .

Sentencias de la Corte Interamericana respaldan la doctrina de la real malicia

El camino abierto por el caso Herrera Ulloa contra Costa Rica en la jurisprudencia de la Corte Interamericana  ha sido ratificado y ampliado en varias sentencias posteriores, vinculantes para Costa Rica, que han reafirmado la incompatibilidad del condicionamiento de veracidad con el artículo 13 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y ratificado la necesidad de la aplicación de la doctrina de la real malicia.   En el caso Tristán Donoso contra Panamá, con sentencia emitida el 27 de enero de 2009, el abogado Santander Tristán Donoso conoció que el Procurador General de la Nación había compartido con terceros la grabación ilegal de una conversación suya con un cliente. Ante ese hecho, Tristán denunció en una conferencia de prensa la intervención ilegal de sus comunicaciones por parte del Procurador. La Corte tuvo por probado que cuando ocurrieron los hechos, el Procurador tenía en su poder la grabación, era la única persona en el país autorizada legalmente para ordenar intervenciones telefónicas y de su despacho había sido emitida a terceros una copia de la cinta con su correspondiente transcripción. Sin embargo, en un proceso penal posterior, el Procurador fue absuelto de responsabilidad en la interceptación de las llamadas del abogado, tras lo cual demandó a Tristán por calumnia, acusación que la justicia panameña resolvió a favor del  demandante. No obstante, para la Corte Interamericana el abogado tenía buenas razones para considerar que las afirmaciones que hacía eran hechos ciertos y que estaba difundiendo información verdadera. Para la Corte: “cuando Tristán Donoso convocó a la conferencia de prensa existían diversos e importantes elementos de información y de apreciación que permitían considerar que su afirmación no estaba desprovista de fundamento respecto de la responsabilidad del ex Procurador sobre la grabación de su conversación”. Así, aunque lo dicho por Tristán no pudo ser demostrado como verdad en un tribunal, lo cierto es que lo afirmó con la convicción de creerlo verdadero y con base en una serie de circunstancias e informaciones que hacían verosímil su versión. En consecuencia, la Corte Interamericana resolvió dejar sin efecto la condena penal contra Santander Tristán Donoso, entre otros puntos dispositivos.

El caso Usón Ramírez contra Venezuela también refuerza esta línea jurisprudencial de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. El general retirado Francisco Usón Ramírez fue condenado por el delito de “injuria contra la Fuerza Armada Nacional” tras haber manifestado  en una entrevista televisiva la posibilidad de conductas delictivas por parte de militares durante un incidente ocurrido en un cuartel militar. Al ser consultado acerca de las quemaduras que sufrió un grupo de soldados en un incendio ocurrido en una celda de castigo, el ex militar comentó que de ser ciertas las denuncias de un padre de familia de una de las víctimas, y el tipo de lesiones que describía, los soldados habrían sido agredidos con un lanzallamas, cuyo uso requiere una serie de procedimientos complejos. De acuerdo con lo manifestado en el programa por el ex general de ingeniería militar, “el funcionamiento y la forma como este equipo se prepara para su uso evidencia que existió una premeditación”, a lo que añadió que tal situación sería “muy muy grave si resulta ser cierta”.  Para la Corte Interamericana, en su sentencia del 20 de noviembre de 2009, “al condicionar su opinión, se evidencia que el señor Usón Ramírez no estaba declarando que se había cometido un delito premeditado, sino que en su opinión se habría cometido tal delito en el caso que resultara cierta la hipótesis sobre el uso de un lanzallamas. Una opinión condicionada de tal manera no puede ser sometida a requisitos de veracidad. Además, lo anterior tiende a comprobar que el señor Usón Ramírez carecía del dolo específico de injuriar, ofender o menospreciar, ya que, de haber tenido la voluntad de hacerlo no hubiera condicionado su opinión de tal manera”. Como resultado, la Corte Interamericana ordenó a Venezuela dejar sin efecto el proceso penal militar y hacer modificaciones a la jurisdicción militar y al Código Orgánico de Justicia Militar.

Al respecto de la necesidad de incorporar la doctrina de la real malicia en el juzgamiento de los delitos contra el honor en el continente, la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos manifestó en su Informe Anual 2009  que “[L]a Corte Interamericana también ha estimado innecesario constatar la veracidad de las afirmaciones formuladas para desestimar la imposición de sanciones penales o civiles. Basta, como ya se ha mencionado, con que existan razones suficientes para justificar la formulación de tales afirmaciones, siempre que se trate de afirmaciones de interés público. En consecuencia, incluso si los hechos que se afirman ( por ejemplo, la imputación de un crimen) no pueden ser demostrados en un proceso judicial, quien realizó las afirmaciones correspondientes estará protegido siempre que no tuviera conocimiento de la falsedad de lo que afirmaba o no hubiera actuado con negligencia grave (absoluto desprecio por la verdad)”[Pag 275, parr 114].

Una reforma a favor de toda la ciudanía y no solo de los medios de comunicación

El desarrollo jurisprudencial favorable a la doctrina de la real malicia en el sistema interamericano de derechos humanos se desprende de manera natural del artículo 13 de la Convención Americana de Derechos Humanos y de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión por la  Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)en octubre del año 2000.

Los párrafos 1 y 2 del artículo 13 establecen: 


       1.    Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento y de expresión.  Este derecho comprende la libertad de buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección.

       2.    El ejercicio del derecho previsto en el inciso precedente no puede estar sujeto a previa censura sino a responsabilidades ulteriores, las que deben estar expresamente fijadas por la ley y ser necesarias para asegurar:


    a. el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, o
    b.la protección de la seguridad nacional, el orden público o la salud o la moral públicas.

A partir de este marco, la jurisprudencia y doctrina de sistema interamericano de protección a los derechos humanos ha establecido que cualquier limitación a la libertad de expresión debe  establecerse mediante leyes redactadas de manera clara y precisa,  debe estar orientada al logro de los objetivos imperiosos autorizados por la Convención Americana y debe ser necesaria en una sociedad democrática para  alcanzar los fines imperiosos que persigue, estrictamente proporcionada a la finalidad que busca e idónea para obtener el objetivo imperioso que pretende. Sin embargo, en el continente,  hasta ahora las sanciones civiles y penales derivadas del incumplimiento del condicionamiento de veracidad no han satisfecho estos estándares.

Por su parte, el  principio 7 de la Declaración de Principios sobre Libertad de Expresión de  la  Comisión Interamericana de Derechos Humanos sostiene que: “Condicionamientos previos, tales como veracidad, oportunidad o imparcialidad por parte de los Estados son incompatibles con el derecho a la libertad de expresión reconocido en los instrumentos internacionales”. Al ofrecer los antecedentes e interpretación de la Declaración de Principios, la CIDH sostiene que “[u]na interpretación correcta de las normas internacionales, especialmente del artículo 13 de la Convención Americana, nos lleva a concluir que el derecho a la información abarca toda la información, inclusive aquella que denominamos “errónea,” “no oportuna” o “incompleta”.   Por tanto, cualquier calificativo previo que se le imponga a la información limitaría la cantidad de información protegida por el derecho a la libertad de expresión”. La CIDH añade que  “[I]ndudablemente, el derecho a la libertad de expresión protege también a aquella información que hemos denominado 'errónea'. En todo caso, de acuerdo a las normas internacionales y la jurisprudencia más avanzada, únicamente la información que demuestre ser producida con 'real malicia' podría ser sancionada. Pero inclusive en este caso esa sanción debe ser producto de una actuación ulterior, y en ningún caso se puede buscar condicionarla con anterioridad”.

El proyecto de la Ley de Libertad de Expresión ahora vuelve  a estar en los primeros lugares de la agenda legislativa y con él surge de nuevo la posibilidad de que Costa Rica corrija debilidades de su ordenamiento jurídico que exponen al país a condenas internacionales y desestimulan y coartan el debate de asuntos de interés público. Las reformas que el proyecto contiene, de las cuales la doctrina de la real malicia es solo una de ellas, no son de beneficio exclusivo para los periodistas y los medios, sino que amplían la protección de la libertad de expresión de cualquier habitante de Costa Rica y empoderan a toda la ciudadanía para participar de manera más eficaz y segura en el debate democrático y en el control de  los gobernantes.
Washington D.C., 28 de mayo de 2011