1 de marzo 2013
Hace poco más de dos meses volví al país
después de cuatro años estudiando en el extranjero. Mientras estuve afuera, escuché con
frecuencia historias trágicas sobre nuestras instituciones, pero en el fondo y
de manera bastante ingenua, pensaba que había un sesgo proveniente del “quéjese
aquí” o que estaban exagerando porque la situación no podía estar tan mal. Me
equivocaba. Tristemente, la realidad es
mucho peor de lo que pude haber imaginado.
Junto con muchos otros voluntarios, trabajo
en La Carpio en lo que empezó como un proyecto de integración social mediante
el arte, el SIFAIS, y ahora empieza a extenderse a otras iniciativas,
incluyendo el desarrollo de proyectos productivos en esa comunidad. Así, con la idea de informarme sobre los
requisitos para el financiamiento de un proyecto de desarrollo productivo en
una comunidad marginal, asistí a un seminario impartido por el IMAS, una
institución cuya misión dice:
“Promover condiciones de vida digna y el
desarrollo social de las personas, de las familias
y de las comunidades en situación de pobreza o riesgo y vulnerabilidad social,
con énfasis en pobreza extrema; proporcionándoles oportunidades, servicios y
recursos… con transparencia, espíritu de servicio y solidaridad”.
Para cualquier ciudadano es evidente la
importancia en el desarrollo del país de una institución con tal Misión. El último informe del Estado de la Nación
muestra cómo se han incrementado tanto la desigualdad de ingresos como el
número de personas que viven en pobreza: para el 2011, fueron un total de
287,367 hogares en pobreza y 85,557 en pobreza extrema.[1]
Como parte de una solución del estado, en
nuestro país hay 22 instituciones con 44[2]
programas de integración social, que representan una inversión de ¢ 492,000
millones (2.2% del PIB). En términos del total de inversión en programas
sociales selectivos, el IMAS es la segunda[3], después
de la CCSS.
La charla estaba agendada para ser de nueve
de la mañana al mediodía. Los presentes
eran representantes de iniciativas comunales con fines productivos de lugares
como La Carpio, Acosta y El Guarco. Algunos tienen tres años de estar en
trámites por lo que tienen una relación “cercana” con los empleados de la
institución, otros tenían dos años, algunos meses otros, como yo, un día. Para
asistir a dicha reunión la iniciativa presentada ya había pasado fuertes
filtros según nos comentaron.
Pasaditas las nueve comunican que podemos
pasar a otro salón porque hay un cafecito preparado para todos, lo que con
aprecio es recibido pero atrasa el inicio de la charla en una media hora. Para
cuando vamos a empezar, me doy cuenta de que hay siete personas encargadas del
seminario y que la presentación es de más de sesenta filminas.
Interesada por el tema y además por ver las
dimensiones del seminario en términos de expositores y de la longitud del
tiempo que duraría la presentación, me dispuse con toda atención a recibir la
información sobre el proceso necesario para obtener el financiamiento.
Ya hace una semana que participé de esta
charla y todavía estoy sorprendida del tipo de presentación. ¿Cómo es posible
que se necesite de las siete personas a cargo de cada sección del proceso para
leer, literalmente leer, los requisitos expuestos en al menos sesenta y tres
filminas? ¡Sesenta filminas de requisitos para obtener financiamiento, en un
seminario orientado a personas en condición de pobreza o pobreza extrema! El Gerente Financiero de una empresa formal se
habría sentido abrumado. ¿Cómo se sentirían
estas personas, y cuál sería su capacidad de cumplir esos requisitos, por mucho que lo intentaran?
¿Cómo esperan que quienes solicitan el
financiamiento puedan contar con títulos de propiedad – los solicitantes
incluyen habitantes de precarios- , estudios de arquitectos, viabilidad del
proyecto (por factibilidad y financiamiento), con un representante legal con
poder generalísimo sin límite de suma, prueba de que las cuotas de la caja
están al día, entre otros, en un marco de tiempo de menos de un año? Muchos de
los documentos solicitados tienen vigencia de 30 días o de algunos meses,
provocando, en muchas ocasiones, que en el momento que se logra tener todos los
documentos, muchos ya han vencido.
Por si fuera poco, me dispuse a ver la
efectividad de estos programas sociales selectivos de todas las instituciones
del país y el último dato que tengo disponible de duplicación de funciones
(para el año 2005), es que el 50% de los programas coincidían en objetivos,
población meta y bien o servicio.
Definitivamente deberíamos repensar la
metodología para la asignación de estos recursos. Los requisitos deben definirse de manera que
contribuyan al cumplimiento de los objetivos del programa, y adecuarse a la
capacidad real de las personas a quienes va dirigido el programa. Tal y como están definidos, los requisitos,
lo que en el título llamé el laberinto burocrático, parecieran más bien tener
el objetivo de que los solicitantes se pierdan en un sinfín de caminos sin salida,
sin llegar jamás al punto de destino.