domingo, 12 de junio de 2011

¿Conocer o desconocer la riqueza de nuestro subsuelo?


Jorge Cornick, 12 de junio de 2011

Existen algunas evidencias de que Costa Rica posee importantes riquezas en su subsuelo: petróleo, gas, oro y bauxita.  Esas evidencias son suficientemente fuertes como para que varias empresas extranjeras se hayan mostrado dispuestas a invertir considerables sumas de dinero para determinar con exactitud la magnitud de los recursos extraíbles y, extraerlos, si ello resulta económicamente viable.

Sin embargo, Costa Rica decidió, se nos dice, que no quiere ni minería metálica ni exploración petrolera ni extracción de gas y con ello se da la discusión por cerrada.  “Ese puente ya lo pasamos”.

Cabe, a pesar de ello, reabrir la discusión.  Ni siquiera en teología se cierra por siempre ninguna discusión, menos aún en materias de política.  Costa Rica bien puede cambiar de opinión.  Pero veamos los argumentos que sustentan la posición actual.

Según he entendido la discusión, hay dos argumentos en contra de la minería metálica y la exploración petrolera. 

El primero es de tipo económico: Costa Rica ha optado por un modelo económico basado en el conocimiento y la protección ambiental, no en las industrias extractivas, que por definición no son sostenibles – el recurso se agota - .  Además, la era del petróleo está llegando a su fin, y Costa Rica debe apostar a la economía del futuro, no la del pasado. Un sub argumento añade: la imagen del país como destino eco turístico es incompatible con el desarrollo de las industrias extractivas y preferimos ecoturismo a minería y extracción petrolera.

El segundo, ligado al primero pero con un énfasis distinto, es de tipo ecológico: Costa Rica ha optado por ser un modelo de conservación ambiental y por llegar a ser uno de los primeros países carbono neutrales del mundo.  Esto es, se argumenta, incompatible con las industrias extractivas.

Quisiera, en lo que sigue, argumentar que ni del objetivo de constituirnos en una economía cuyo motor es el conocimiento, ni del objetivo de convertirnos en un país modelo por sus prácticas ambientales se sigue, inevitablemente, la proscripción de las industrias extractivas.  Lo que se sigue de estos dos objetivos es una serie de reglas sobre el desarrollo de la actividad económica, que aplican a todas las ramas de actividad económica.  Es decir, de estos dos objetivos se sigue una determinada forma de hacer las cosas, no una lista de cosas qué hacer y cosas que no hacer.

Un ejemplo permite ilustrar el punto.

Supongamos que debajo del Museo de Oro del Banco Central hubiese un yacimiento de oro de tal riqueza que bastaría con explotarlo para financiar y garantizar la conservación y protección de los parques nacionales para toda la eternidad, incluyendo los parques marinos.  Aceptemos que  no existen bosques primarios en los alrededores de la Plaza de la Cultura, ni nacientes de ríos, y permítanme suponer (porque no lo sé a ciencia cierta) para efectos del argumento, que no existe un acuífero importante debajo de la plaza de la cultura.

Supongamos, además, que existe un instrumento que garantiza que la riqueza de ese yacimiento se utilizará, en efecto, para financiar, proteger y conservar, para toda la eternidad, nuestros parques nacionales.

La decisión de explotar  o no el yacimiento, entonces, sería equivalente a la decisión de preservar la integridad de las maltrechas lozas de la Plaza de la Democracia, o salvar Osa?  Ante esa disyuntiva, ¿cuál debería ser nuestra decisión?

Una posible respuesta consistiría en decir que aún en esas circunstancias, un país verde no debe permitir la minería.  Ante tal respuesta irreductible, confieso que tendría que rendirme.  Si preservar las lozas maltrechas de la Plaza de la Cultura es ambientalmente preferible a salvar Osa, yo no sabría qué decir.

Sin embargo, una respuesta alternativa consistiría en decir que si tuviéramos oro en ese lugar y en esas condiciones y para esos fines, valdría la pena extraerlo.

Con esto, habríamos pasado de una oposición casi teológica, a una posición pragmática:  la explotación de los recursos del subsuelo depende de las características del sitio en que se encuentre, de las condiciones en que se de la explotación, y de la forma en que se administre y los usos que se de a la riqueza generada por ella.

A este razonamiento habría que añadirle dos cotas.

La primera es que no puede tomarse una decisión informada sobre estos temas, a menos que conozcamos la riqueza del subsuelo.  Aún aceptando que fuese prudente una mora en la explotación de petróleo, gas y minerales, convendría conocer qué tenemos.  Un inventario de nuestra riqueza mineral debería emprenderse de inmediato.

La segunda es que, en casi todas mis conversaciones, me he encontrado que aún quienes llegan a aceptar que, en ciertas condiciones ideales, podríamos explotar al menos una parte de nuestra riqueza mineral, están convencidos de que esas condiciones ideales no se darán en Costa Rica, sino que aquí las compañías ambientalmente depredadoras actuarían sin control, que el sector público – por falta de pericia, por falta de recursos o por abundancia de corrupción – cedería ante intereses particulares en vez de proteger los intereses generales, y que, al final de proceso, tendríamos tierras devastadas, acuíferos contaminados, bosques desaparecidos, inversionistas extranjeros con los bolsillos reventando de dinero, y ningún beneficio duradero para los costarricenses.

Esta última línea de argumentación no carece de fundamento.  No solo es generalizada la desconfianza en el sector público, sino que en muchos casos está justificada.  Quien ha pasado por la tortura de trámites municipales o migratorios, quien ha intentado obtener un permiso de construcción, quien se pasea por calles cuyo deterioro empieza días después del último bacheo, quien ha pasado por la frustración de denunciar un delito ante la policía, quien constata que el Ministerio de Salud ordena el cierre de quirófanos de la Caja Costarricenses del Seguro Social….es decir, cualquier costarricense, tiene razones de sobra para dudar que el sector público costarricense puede hacer sus tareas bien, en tiempo, y con honradez.

Pero si este es el tema de fondo, la falta de confianza, en el sector público, entre actores políticos, entre la sociedad y sus representantes, entre inversionistas y las comunidades en donde operan, entre organizaciones gremiales, entonces enfrentamos un dilema clarísimo:  aceptar la parálisis y el empobrecimiento que constituye su resultado inevitable (“no hagamos nada, porque si lo hacemos se hará mal”) o iniciar el arduo camino de reconstituir la confianza.  Pero ese, es tema para otra columna.